Los errores más comunes al guardar comida en verano y cómo evitarlos sin ser maniático
- Roberto Buscapé
- 22 ago
- 3 Min. de lectura

El verano es tiempo de comidas al aire libre, de largas sobremesas que se alargan entre risas y sobremesas improvisadas en la terraza, de neveras portátiles cargadas rumbo a la playa o al campo. El calor invita a soltar las rutinas, a vivir con un poco menos de rigidez, pero precisamente ese calor es también un cómplice silencioso de algo mucho menos agradable: la proliferación de bacterias en los alimentos. La misma temperatura que nos pide gazpacho frío y cerveza helada convierte cualquier descuido en un riesgo para la salud y, lo que es peor, en un posible desperdicio de sabores y texturas que merecían mejor destino.
En realidad, no hace falta adoptar la actitud de un inspector sanitario ni convertir la cocina en un quirófano para mantener la comida segura. Lo esencial es aplicar un puñado de gestos sencillos, pequeñas rutinas que, más que prohibiciones, son aliados del sentido común. El verano se disfruta más cuando no nos da miedo abrir la nevera ni sospechamos de lo que se esconde en un tupper del fondo. Con unas pautas claras podemos cuidar tanto el estómago como el paladar, sin perder frescura ni complicarnos la vida.
Lo cierto es que casi todos hemos cometido alguna vez los mismos errores: dejar la paella en la mesa hasta la noche, guardar la leche en la puerta de la nevera "porque cabe mejor", descongelar la carne en la encimera para ir más rápido o rescatar una botella de agua que llevaba toda la tarde al sol. Son descuidos cotidianos, casi gestos automáticos, que con el calor veraniego se vuelven más serios de lo que parecen. La buena noticia es que evitarlos no exige maniobras complicadas: basta con un poco de organización, un par de trucos prácticos y esa pizca de cuidado que, al final, se traduce en tranquilidad y sabor.
Una de las escenas más comunes del verano es la comida que se alarga en sobremesa y que, cuando vamos a guardar, lleva horas esperando en la mesa. El riesgo está en que, a partir de dos horas, el calor ya ha dado tiempo a las bacterias para crecer a sus anchas. La clave está en enfriar rápido: repartir las sobras en recipientes pequeños, meterlos pronto en la nevera y, si aún están templados, dejarlos destapados dentro hasta que pierdan calor. Otro error frecuente ocurre incluso antes de llegar a casa: romper la cadena de frío con los alimentos recién comprados. Una bolsa de yogures olvidada en el coche puede parecer inofensiva, pero tras media hora al sol, el deterioro ya es irreversible. Aquí la solución es tan simple como práctica: llevar una bolsa isotérmica o una pequeña nevera portátil en el maletero, que se convierte en salvavidas de helados y pescados en pleno agosto.
La nevera también guarda sus propias trampas. Muchos usamos la puerta como cajón de sastre, confiando en que todo se conserva igual. Sin embargo, allí la temperatura fluctúa cada vez que se abre, lo que la convierte en el peor lugar para leche, huevos o carne. Mejor reservarla para salsas, refrescos y condimentos, y dejar el interior para lo más delicado. Y, hablando de sobras, no está de más recordar que no son eternas: las ensaladillas, guisos o croquetas del viernes difícilmente deberían sobrevivir hasta el lunes. Guardarlas en envases herméticos, con una etiqueta de fecha, y consumirlas pronto evita sorpresas y convierte la nevera en aliada, no en archivo de arqueología gastronómica.
Otro clásico de las prisas es el descongelado en la encimera. Sacar un filete y dejarlo sobre el mármol bajo treinta grados de calor parece rápido, pero también es una invitación a que proliferen bacterias. El descongelado más seguro, aunque tarde unas horas más, es dentro de la nevera, preferiblemente en el estante inferior para evitar goteos sobre otros alimentos. Y, por último, está ese gesto tan común de rescatar una botella de agua o refresco que ha pasado media tarde al sol y volver a meterla en frío. Lo cierto es que una vez expuesta al calor, la bebida puede convertirse en un medio propicio para microorganismos. La norma más sensata es abrir solo lo que vayamos a consumir y no reutilizar lo que ya se ha calentado.
En definitiva, cuidar cómo guardamos los alimentos en verano no es cuestión de obsesionarse, sino de incorporar hábitos que nos permiten disfrutar sin preocupaciones. La cocina de verano pide frescura, sabores limpios y confianza en lo que ponemos sobre la mesa. Evitar los descuidos más comunes no solo protege nuestra salud, también preserva el placer de cada bocado. Porque, al final, un gazpacho bien frío, una ensalada crujiente o unas sobras que saben igual de buenas al día siguiente son también fruto de un pequeño detalle: haber sabido guardar con cabeza y con calma lo que tanto disfrutamos preparar.











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