Cómo recuperar la costumbre de cocinar con amor tras el caos del verano
- Irene Sánchez
- hace 2 días
- 3 Min. de lectura

El verano nos regala libertad, pero también deja un pequeño desorden en la cocina y en nuestros hábitos alimenticios. Entre viajes, playas, terrazas improvisadas y agendas que se diluyen en la calidez del sol, los horarios se pierden y con ellos también el cuidado en la mesa. Nos acostumbramos a comer sobre la marcha, a improvisar con lo que encontramos a mano, a cenar tarde y ligero después de un día interminable. Esa ligereza nos divierte en el momento, pero al llegar septiembre queda la sensación de haber descuidado algo esencial: el vínculo íntimo con el acto de cocinar.
El retorno de la rutina se convierte entonces en una oportunidad preciosa. Más que un simple regreso al orden, es la ocasión de reconciliarnos con el fuego lento, con el cuchillo que corta a su ritmo, con la cazuela que espera paciente sobre el fogón. Cocinar deja de ser un trámite para recuperar su verdadero significado: un gesto de amor hacia quienes comparten la mesa y, sobre todo, hacia uno mismo. La cocina se transforma en refugio, en escenario de un ritual doméstico que combina lo práctico con lo emocional, lo cotidiano con lo trascendente.
Porque cocinar no solo es preparar alimentos; es abrir la puerta a los recuerdos, despertar la memoria sensorial, invocar aromas que nos devuelven a momentos compartidos. Es, en definitiva, volver a escucharnos a través de lo que cortamos, hervimos o amasamos. La cocina se convierte en un acto meditativo, en un espacio donde el tiempo se dilata y el caos del verano se disuelve en el aroma de un guiso o en el sonido crujiente de una cebolla sofriéndose lentamente.
Volver al calor de la cocina tras el verano significa recuperar recetas que son casi rituales. Un guiso de legumbres, por ejemplo, nos invita a la paciencia: remojar, esperar, dejar que la cazuela hable con su burbujeo sereno. No se trata solo de comer, sino de habitar ese tiempo con consciencia, de dejar que el aroma se cuele por las habitaciones y nos devuelva serenidad. También un arroz familiar tiene ese poder de convocar, de tender puentes en la mesa. Cocinarlo con verduras de temporada, dejar que repose un instante antes de llevarlo a la mesa, convierte el plato en excusa de reunión y en recordatorio de que comer juntos es parte del alma de nuestra cultura.
En los días más frescos, una sopa humeante se vuelve abrazo líquido. El simple gesto de llevarse la cuchara a la boca, mientras el vapor acaricia el rostro, nos recuerda la importancia de bajar el ritmo. Cocinarla con calma, escogiendo cada ingrediente, es casi una meditación en sí misma. Y si hay un rito íntimo por excelencia, ese es el de amasar pan. Mezclar harina, agua, sal y levadura con las manos, sentir cómo la masa cobra vida y dejar que el horno haga su magia es reencontrarse con lo esencial, con lo que ha nutrido generaciones enteras. Incluso una tortilla de patata, con la eterna discusión sobre cebolla sí o no, puede ser un acto poderoso de memoria y compañía.
Para que este regreso al fuego no se quede en buenas intenciones, conviene abrazar pequeños gestos. Planificar menús semanales con productos de temporada nos reconcilia con el ritmo de la tierra. Dedicarnos un día a la semana a lo que podríamos llamar “cocina gozosa” —cortar verduras mientras suena una música suave, encender una vela, invitar a alguien a remover la olla con nosotros— convierte la rutina en celebración. Aceptar la cocina como acto meditativo nos obliga a poner atención: al sonido de la cebolla dorándose, al olor a pan recién hecho, a la textura de la fruta recién cortada. También es un buen momento para redescubrir ingredientes olvidados o locales, esos tesoros que permanecen invisibles en los mercados y que, sin embargo, despiertan nuevas emociones al paladar. Y, sobre todo, recordar que no se trata de perfección: habrá días de guisos lentos y otros de platos sencillos, y ambos tienen su lugar en este ritual renovado.
Cocinar con amor tras el verano no significa imponernos disciplina rígida, sino hacer un pacto íntimo con nuestra cocina. Es decidir que el caos no manda, que en cada plato podemos encontrar calma y sentido. Es aceptar que el fuego nos ofrece más que calor: nos da ritmo, memoria y placer. Volver a cocinar con gusto es, en última instancia, volver a nosotros mismos, a esa parte que sabe que el hogar comienza en una cazuela y que, en lo cotidiano, también habita lo extraordinario.
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